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Cinco nombres en un cuchillo.

0.1 – Un peregrino llega a la Ciudad Santa.

                El Puente Viejo era uno de los accesos menos utilizados para entrar en la ciudad. Era un puente de piedra sobre el lecho del río Sangre (llamado así porque las aguas bajaban rojas por el polvo de hierro de las minas de las colinas). El lecho del rio hacía tiempo que estaba seco y apenas bajaba por el un hilillo de agua en el final del invierno. El enorme tamaño del puente, una construcción ciclópea desde cualquier punto de vista, nos daba una pista del profundo caudal que un día debió tener el río bajo el.

                Para venir desde el Este el Puente Viejo seguía siendo el mejor camino, pero no muchos viajeros lo utilizaban. Decían que estaba maldito. “Nada bueno viene del Este” era un dicho habitual que solía seguirse de un escupitajo de lado y un apresurado signo con la mano para alejar a los demonios.

                Históricamente no hay constancia de que a ningún demonio, monstruo, goblinoide, duende o similar le haya alejado nunca ni el escupitajo ni el signo. Aun así se sigue haciendo entre la gente del pueblo y entre algunos nobles. La esperanza es andar por un camino de dagas con los ojos vendados, y ha matado más gente que todas las guerras juntas.

                Del Este si venía uno de los soles, Naadú el brillante, el glorioso símbolo de la Iglesia de Sume, Madre de Todos, defensora de la humanidad, santa patrona de la Cruzada, de la Hueste del Cielo, fuente de luz, calor y vida. Dejando esto a parte, sobretodo porque de no hacerlo los piadosos sacerdotes de Sume empezarían a gritar “¡Herejía!” y a levantar cadalsos en la minuciosa y alegre manera con la que confrontan los debates doctrinales, del este sólo podían esperarse piedras, polvo y lamentos, y unos cuantos pobladuchos de semihumanos entre la ciudad y el mar que subsistían con el tesón ciego de la desesperación.

                No había soldados del Imperio, por tanto, que guardasen la ruta, ni tampoco el mismo puente. No al menos hasta llegar hasta la propia Puerta de Hierro, la Puerta del Este, la Puerta del Polvo. Esta puerta tenía además el mal agüero de que hace mucho, mucho tiempo por ella entró en la ciudad Trono del Cielo (aunque entonces tenía un nombre no tan grandilocuente) el Desencadenado, aún con grilletes en manos y pies y fragmentos de cadenas arrastrando de ellos, con la túnica hecha jirones y rojiza por el polvo de las minas. Aún entonces el puente estaba ahí, y si no estaba ya maldito lo estuvo desde ese día a ojos de todos.

                Pero ahí sigue, más viejo que las propias montañas. Los eruditos de la Iglesia Renovada de Asut el del millar de ojos, dios del conocimiento, del dolor de cabeza, de la presbicia y del placer onanista sostienen que, según las visiones del muy santo y reverendo Naabarú el de Una Mano y Media y las interpretaciones de sus textos sagrados, que el puente no se derrumbaría hasta la muerte del Desencadenado, del Rey de todos los Demonios. Al parecer lo que no aclaran sus profecías es el tiempo que tardará el puente en desplomarse desde la muerte certificada del mencionado Rey.

                “En cualquier momento” es lo que dicen los devotos de Asut, mientras frotan descuidadamente con aceites aromáticos sus cortas y pulidas varas de oración. Riguroso culto, el de Asut. Básicamente un dios sin amigos al que no invitan a las fiestas.

                De momento, pese a Asut y las profecías de Naabarú el Puente Viejo, el Puente de Sangre, el Puente por el que caminó el Desencadenado ahí sigue, aportando una certeza de continuidad inesperada en un Imperio que cada vez más se queda sin ellas.

                No hay guardias, por tanto. Ni peregrinos del Santo Naabarú, hartos de que el jodido puente no se caiga, ni caravanas, ni comerciantes de las minas largo tiempo agotadas.

                Lo que sí hay sobre el puente, cerca de la Puerta Abierta, bostezante, pues no se espera realmente que un ejército vaya a pasar de repente por ella, lo que hay en este día que se estira perezoso hacia la tarde es el Viejo Estigmas, un marchito buhonero y contador de historias con más años que el polvo. El anciano a menudo se refugia en las garitas vacías al inicio del puente, fuera ya de la ciudad, a apenas un centenar de metros de las puertas abiertas de par en par durante el día como la desdentada boca de un gigante.

                El anciano ha pasado el día en el mercado contando historias viejas y nuevas, cortando más de una bolsa al pasar y vendiendo alguno de sus infalibles tónicos que, por milagro y sorpresa de los mismos compradores, al menos una vez de cada dos funcionan, aunque no siempre en la forma en la que fueron concebidos. Estigmas es un viejo malhumorado, inofensivo, más pobre que las ratas, medio ciego, que lleva a menudo al hombro un pájaro negro de mirada negra que unas veces parece disecado y otras, en cambio, no.

                Hay que estar muy desesperado, muy aburrido, o ser simplemente un despreciable cabronazo hijo de una horda de goblins y una cabra muerta para, siendo un ladrón, carterista, cortabolsas, matón, sacacuartos o similar, andar el largo camino desde el barrio de las tabernas hasta la Puerta de Marras y de ahí bajar la pendiente hasta el inicio del puente buscando una presa que no va a llevar nada encima que justifique el esfuerzo.

                A menos, claro, que estemos hablando de rencor. El rencor es un motivador poderoso, a menudo se abre camino sobre fuerzas de probado poder como son el frescor de la cerveza en una tarde de calor y polvo y la pereza de andar hasta donde el profeta perdió las chanclas y volver el largo camino de vuelta cuesta arriba mientras se limpia la sangre de los cuchillos, que luego las hojas pierden el filo y te fallan en el peor momento.

                Pero de desesperados y rencorosos está llena la ciudad Trono del Cielo, joya sin par del Imperio, conocida entre otras cosas por lo organizado de su población criminal, en la forma de un Gremio de Apropiadores que en nada tiene que envidiar organizativamente o en socios y recursos a los de Mercaderes o Exploradores, nutrido a menudo con antiguos aventureros y veteranos de las diferentes guerras que se cursan aquí y allá por las causas más dispares. Este Gremio exige tasas, y cuotas, como todos, y como todos es ávido y depredador a la hora de ajustar cuentas, con la sola diferencia de la brutalidad alegre y demente de sus oficiales, los cuales son escogidos de entre lo mejor de lo peor.

                Nadie tontea con las normas del Gremio.

                Nadie se metería, por ejemplo, con un compañero cofrade al tanto de sus cuotas sin recurrir previamente a los canales oficiales, solicitar una Vendeta, buscar testigos, elaborar un caso o incluso pagar la desorbitada cuota de poner su nombre en la lista de los que van a dejarnos prematuramente.

                Excepto por asuntos en los que intervenga el rencor, el cual es, ya sabemos, un poderoso motivador en especial si la ofensa está fresca en la mente del ofendido. La lengua del viejo, afilada como el metal nacarado de los elfos hizo circular una historia que se convirtió en risitas al pasar y miradas socarronas desde los callejones: al parecer cierto ladrón, apodado el Toro por su potente voz y su potente potencia se pilló toda la potencia mencionada en la huida de un robo, perseguido por guardias al saltar una reja rematada en cabezas de lanza especialmente afiladas, con tal mala fortuna que dejó dicha potencia tras de sí y no lo hubiera contado si los soldados de la guardia, perplejos por lo que encontraron colgando de la citada lanza no se hubieran detenido cada cual sujetando lo suyo y/o vomitando, dando con ello tiempo a los compinches del llamado Toro a llevarlo a un sanador, que salvó su vida pero no puedo hacer nada por subsanar las pérdidas de material recibidas ni el cambio a la escala de agudos del timbre de la voz.

                Lo mejor de sí mismo, dijeron suspirando las putas del puerto mientras meneaban la cabeza pensando en los ingresos perdidos.

                Desde entonces y tras diversas sanaciones, regeneraciones e injertos se recuperó algo, más no todo y ni la mitad de la gloria perdida, quedándole al joven secuaz ese timbre lastimero en la voz que hizo que al Toro empezasen a llamarle el Flauta. Cosa que al Toro no le gustó ni un poquito y como todo tiene un principio tirando del hilo descubrió que el origen de ese mote no fue otro que Estigmas, que estaba en la garita abierta del puente, a sus cosas, sin saber que tres afamados matones se dirigían a hacerle una visita, porque no tenían nada mejor que hacer en una tarde perdida de los dioses.

                Y porque el rencor es un motivador poderoso.

                De esta forma, por una ocurrencia que se escapó del cerco de los dientes de un anciano cuentacuentos, cabreado con  un joven y engreído ladronzuelo que hacía unos días le había pateado de mala manera al pasar a su lado sin razón evidente ahí estaban, en esa tarde, en el Puente de Sangre, en el Puente del Este, en el Puente Maldito tres matones rodeando al Viejo Estigmas que gemía en el suelo, pateándole descuidadamente mientras sacaban los cuchillos con desgana para pasar a mayores entre risitas cómplices, mientras, desde el otro lado del puente desde el que no venía ni el viento llegaba un viajero envuelto en un manto de los nómadas, con un recio bastón de peregrino en la mano, caminado sobre su propia historia.

                Llegaba, por el Puente de Piedra uno que llevaba cinco nombres en un cuchillo.

                Uno que escribiría su propio nombre en sangre en los callejones de la Ciudad Santa y en llamas en el cielo del Imperio.

                Porque, como hemos dicho, el rencor es un motivador poderoso.

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