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El mar que nos aguarda.

Sale de casa, frunciéndole el ceño a la naciente luz de la mañana. Le hace daño a los ojos, al salir de la penumbra que a esta hora temprana reina en su casa.

Con medida parsimonia, siguiendo el ritual de cada día, echa la llave de la puerta, casi más dormido que despierto y se encamina a la escalera que le bajará al portal. Y de ahí a la calle, y al camino hasta el trabajo.

No lo sabe aún. No llegará a saberlo, pero es la última vez.

La muerte no nos llega con preaviso, como un embargo, sino como un ladrón en la noche que va metiendo en su saco, de una en una, tanto las cosas que nos importan como las que no, hasta que, al final, nos roba el último aliento y se desvanece.

Poco antes de salir él de casa, se fue su novia. Ella siempre se levanta antes que el, porque entra antes a trabajar. Ahora mismo, mientras ya anda de camino al metro, no recuerda si le ha dado un beso antes de que se fuera. Antes de que acabe el día, mucho antes, esa pregunta sin respuesta será en el centro de todo cuanto importa.

Entrando ya en el metro, pasa los tornos, gira por el pasillo a la derecha y baja la escalera. Abajo en el andén hay un montón de gente anónima que comparten la espera por el siguiente tren en un silencio de catedral.

En todo cuanto ha hecho en lo que va de mañana apenas ha invertido medio pensamiento, apenas un átomo de voluntad. Es lo de siempre, una y otra vez, hasta que las diferencias entre un día y otro son cada vez más y más pequeñas. Bendita rutina, que nos libra de pensar. Un leve destello azul, en su mente, cuando imagina el cielo, ahí afuera, y se plantea vagamente si hay mejor forma de honrar el tiempo que se nos ha concedido.

En ese camino de apenas diez minutos, a sufrido decenas de pequeñas muertes, decenas de “ultimas veces”: como diminutas perlas  de irremplazable valor, se caen una a una por el borde de la vida que le queda y, una a una, se hacen añicos en lo que ya es pasado, inerte e inmóvil.

El tren llega y se le lleva, apretujado entre la multitud silente, hasta la estación donde hará trasbordo hasta otra. Hoy se le hace más largo y más pesado que de costumbre. Últimamente, trabaja mucho, se dice que es lo que hay, que no le queda otra.

Llega por fin al andén. Siente un dolor en el pecho. Una molestia. Fuego frío. El brazo izquierdo pierde fuerza, la bolsa que lleva se le cae y no es capaz de cogerla.

Le parece que el mismo cae, que está cayendo.

Pero no, está de pie.

El tren acaba de llegar y se para ante el. Nuevo, reluciente, hermoso. Como recién salido de fábrica, salido de la memoria de un ingeniero de principios del pasado siglo.

Avanza hacia el tren iluminado por la dorada y tenue luz de las primeras horas de la mañana, ajeno al creciente tumulto que deja atrás. Mientras sube los tres peldaños que dan acceso al vagón vacío, no repara en que el mismo, su doble perfecto, está tirado en el andén luchando por una bocanada de aire, con la mano derecha aferrada al pecho y la izquierda extrañamente inerte, entre un círculo de curiosos cada vez más alarmados.

Las puertas del vagón se cierran, detrás de el, y nota junto con un sentimiento de perdida que algo se corta, que se queda tras el, para siempre detrás, lejos y perdido.

Pero el tren se pone ya en marcha. En el vagón vacío excepto por el mismo, la luz de la mañana invade como un glorioso ejército el aire calmo. Elige un asiento al azar y contempla el paisaje, como cada mañana. Un paisaje que es el mismo de siempre, y no lo es. Pintado de luz, es como si lo viera por primera vez.. Al poco tiempo, un revisor de los de antes, con gafas de montura dorada y gorra de visera cuadrada, se acerca y le pide el billete. Sólo siente una leve sorpresa. Todo le es familiar. Saca un billete grande, de cartón grueso, sabiendo que siempre lo ha llevado encima. Es un billete de ida y vuelta. La ida había sido fichada con el día de su nacimiento. La vuelta estaba marcada para hoy.

Entonces, y sólo entonces, mientras el revisor pica su billete y con gesto calmo se lo devuelve, vuelve la mirada hacia la estación que se pierde detrás, en el lejano giro de la curva. Se quedan cosas por hacer allí. Cosas que hacer, cosas que ver, cosas que sentir, gente que conocer, que querer, que descubrir… Mucha vida, que se queda por vivir. Con precisión contable, ha intentado llevar entre debe y haber la cuenta de sus logros y derrotas, cada mezquindad, cada maldad pequeña o grande, equilibrada con cada acto bondadoso, desinteresado. No ha querido destacar ni por bueno ni por malo. No cree ni en cielo ni en infierno alguno, pero le han sido inculcadas unas vagas, indefinidas nociones éticas, y al final para el es importante el no ser recordado (por los pocos que cuentan) como un ser vil o inútil. A la vez, la certeza de su insignificancia siempre le ha tranquilizado. No sabe como será el llevar sobre los hombros el peso de una figura histórica, de un líder o de un santo, pero si que pensar en ello le llena de un fatiga inmensa.

Pero, sin embargo, también hubiera querido dejarlo todo acabado, todo cuanto importa. Sin embargo, todo se queda a medias, a medias la vida entera. Irrelevante, ahora, mientras el tren se aleja de la ciudad, por siempre. Se aleja del peso de los días, del lastre inevitable de la memoria, de las pesadas cargas del corazón.

En ese último instante de memoria, sólo es capaz de preguntarse si se ha despedido de ella hoy. Si le ha dicho que la quería y cuanto, como una vez se prometió a si mismo que haría.

Sin embargo, olía ya el mar cercano.

El mar, por fin, el mar.

Recuerda, de repente, ese olor, un día de hace muchos, muchos años, sacado de su infancia, cuando todo era más simple. Un día de playa, con sus padres y sus hermanas. En su memoria, un día perfecto. El sol, cálido pero sin quemar, el viento, suave y refrescante, el agua del mar fresca y luminosa. Un pedazo de paraíso de arena y de mar, de viento y de sal, recordado en la inocencia de antes del lenguaje, en un universo de sensaciones para las que aún no había nombre.

Quizá el cielo sea eso. Vivir, por siempre, tu día perfecto. Volver a ese día perfecto que no sabe del dolor ni de la pérdida. Ese momento perdido entre la imaginación y la memoria, donde nos rodean los que queremos y nos quieren y nos sentimos, simplemente, en paz.

Pero algo le falta, en este día. Aún ahora, despojado hasta del nombre que le dieron, aún ahora sabe que le falta algo, alguien, y su mano se queda así, tendida, en la playa rozada por el mar, porque aún olvidando casi todo, aún recuerda cuanto importa.

No aún.

No sin ella.

Y así se queda, junto a la playa, la espalda vuelta al mar que le acaricia los pies hasta los tobillos, esperando.

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