AREN 2.
Como cada noche, el guerrero sueña.
Y sus sueños, en blanco y negro, llevan trazos del rojo de la sangre, tanto propia como ajena. Los sueños que le asaltan como oleadas de enemigos son a menudo recuerdos distorsionados de batallas; a veces en medio de esa memoria se descubre pensando “no, esto no ocurrió así”, cuando frente a el muere el compañero que finalmente logró salvar o esquiva milagrosamente el tajo que le tuvo un mes en la cama. En esos momentos inevitablemente despierta, aturdido unos instantes como si le sacaran de una vida diferente.
Esta noche sus sueños le llevan como en la mayoría de sus noches por un camino de fuego y de llamas. Pero algo es diferente, el que, sabiéndolo, no despierte de inmediato. Anda a buen paso por un camino empedrado, sinuoso, que cruza un bosque denso, sombrío, hasta que llega por fin a una encrucijada, de la que salen tres caminos. En el centro de la misma hay un
poste torcido, con una linterna que arroja una luz mortecina, sobre el porte un cuervo posado, que le mira con desganado interés.
Hacia la derecha, el guerrero ve que su camino se vuelve dorado. Mas batallas, más luchas dentro de una guerra santa, fama y gloria y, al final una corona dorada. Al frente su camino se llena de los colores de primavera. La espada se queda con la armadura a un lado del camino, hay una mujer, y críos, y la vida pasa lenta, feliz como debió de haber sido la de sus padres, como debió haber sido la suya.
La elección es difícil para el guerrero. Pero está en la encrucijada, el lugar al que todos, antes o después llegan para decidir su destino.
“Tres” dice entonces el cuervo, girando la cabeza. “Siguen vivos” “Tres”
– ¿Me hablas a mi, pájaro? – dice el guerrero – Aquí no hay nadie más. Así que supongo que me hablas a mí. Tres siguen vivos. ¿Qué tres, y que me importa a mi, plumas negras?
“Tres” – repite el cuervo, en un graznido burlón – “Uno que se tomó su tiempo en matar a tu padre caído, indefenso, cubierto de flechas. Uno que degustó la carne, aún viviente, de tu madre. Uno que se entretuvo con tu hermana por días, hasta arrojarla demente y medio
muerta a los lobos. Tres de esa noche, aún viven.”
El guerrero aprieta los puños. Sin moverse. Sus ojos parecen brasas humeantes en el paisaje en blanco y negro.
-¿Dónde? – dice el guerrero, la voz saliendo de entre los dientes como un gruñido animal – ¿Dónde están?
El cuervo grazna como una risotada y emprende el vuelo hacia el camino de la izquierda. El guerrero le sigue sin un solo pensamiento. Cuando pone un pie en el sendero de la izquierda tiene un destello de más luchas, más batallas, y también una corona, pero… diferentes batallas, diferente corona. Una corona de hierro. Y de fuego.
Frunce el ceño.
No es su camino, nunca lo fue. Pero “Tres siguen vivos”. Aprieta el paso.
Cerca, el camino se abre a un claro que asciende a una pequeña colina. Arriba, en las ramas del único árbol raquítico que la corona, se posa el cuervo. Junto al árbol hay una mujer alta y delgada, vestida de negro con el velo sobre el rostro, mirando en dirección contraria al cementerio que se extiende al otro lado, repleto de lápidas erosionadas por el paso de los siglos.
-¿Qué me traes esta vez, pajarito” – dice la mujer, sin volverse – ¿Merecerá este mis dones? ¿Hará el trabajo que debe hacerse?
El guerrero se para junto a la mujer, la mano sobre la empuñadura de la espada, los ojos vigilándola a ella y al pájaro.
– No sé quién eres – dice el guerrero – Y no sé que es todo esto. Pero quiero saber que sabe el pájaro, si es verdad que hay tres de aquellos desgraciados aún vivos y, sobre todo, donde están.
La mujer se vuelve. El velo no le cubre la boca, torcida en una amplia, afilada sonrisa roja.
– Preguntas, preguntas – dice la mujer, con voz suave – Pero, ¿Podemos soportar las respuestas? ¿Las merecemos? ¿Pagaremos el precio?
-Pagaré cualquier precio – dice el guerrero con voz calmada, haciendo un esfuerzo por contenerse – Nómbralo.
La mujer alza la mano lánguidamente y el cuervo salta a ella, posándose en sus dedos extendidos.
– Este puede servir, pajarito – dice la mujer, pensativa – noto dentro el mismo fuego que cargo. La misma furia. Podemos alcanzar un… acuerdo, Aren, hijo de Oden. Tenemos, diría, asuntos pendientes de cierta semejanza.
– Tu precio, mujer – dijo Aren, visiblemente cerca de perder la paciencia.
La mujer ríe suavemente para sí.
– Si, tienes el fuego – dice la mujer – esperemos tan solo que no te acabe quemando. Estoy a punto de iniciar una guerra, Aren hijo de Oden, una cruzada. Tengo, como tú, muertes y agravios que vengar. Y quizá, a diferencia de ti, el poder para hacerlo. Pero carezco de … ahhh … aliados confiables. Tú podrías ser uno de ellos. Yo te contaré secretos y te ayudaré a conseguir el poder que necesitarás.
-No necesito más poder del que ya tengo para matar a tres malditos goblins – dice el guerrero, con sorna.
La mujer ríe abiertamente.
-Los goblins, claro – dice la mujer – Tres siguen vivos, si. Y uno está cerca. ¿Nunca te has preguntado que hacían esos goblins en tu aldea aquella noche? ¿Cómo pudieron esquivar las patrullas del ejército? ¿Nunca te preguntaste a quien beneficiaba? Porque si hubo, puedes creerme, importantes beneficio para algunos.
El guerrero duda. Nunca había pensado que el horror que vivió pudo haber beneficiar a alguien más allá de a los monstruos que lo llevaron a cabo.
– Por esa incursión – dice la mujer, con la actitud de una maestra enseñando a un alumno especialmente denso – se aprobaron partidas de presupuesto que fueron a cierta familia de mercaderes, que pagaron una cuantiosa comisión a un oficial que ejercía de intermediario con un caudillo goblins que fue, igualmente recompensado. Esto fue parte de un esquema más grande que dio como resultado que un joven oficial se convirtió en general mucho antes de lo que le podría haber correspondido, que una familia de comerciantes accedió a un ducado y que un caudillo goblins consolidó su poder sobre los clanes. Y sólo costó unas cuantas aldeas, unos cientos de muertes. Una ganga, dirían algunos.
El guerrero deja escapar un gruñido bajo, a su pesar.
-Dime, Aren, hijo de Oden – dice la mujer, severa – ¿Tus cuentas terminan en los tres que quedan vivos de esa noche? ¿O quieres a todos los que trataron a los tuyos como si fueran nada, menos que hierba? ¿Quieres también a los que se beneficiaron, a los que escalaron, a los que se hicieron ricos y poderosos alzados sobre las tumbas de los tuyos?
-Todos – dice el guerrero – Todos. Pagarán.
-Entonces – dice la mujer, suavemente – hagamos un Pacto. Yo te ayudo. Tú me ayudas. ¿Si?
El guerrero dudó un momento, pero el fuego negro que le subía desde el pozo de su alma ahogó esas dudas en un instante. El recuerdo de los caminos que podría haber tomado se desvaneció en las llamas en los recuerdos de los gritos de aquella noche.
-Si – dijo. – Tenemos un pacto.
Aren extendió la mano, y la mujer la estrechó con sorprendente firmeza.
Y el mundo ardió.
***
El guerrero despierta, con el recuerdo de lo soñado. El cuervo en la ventana abierta le mira un instante y salta al aire con un revoloteo de plumas. “Un sueño” piensa, hasta que repara en la marca de cicatriz, de quemadura en la palma de su mano izquierda: una cabeza de lobo rodeado de símbolos arcanos.
Mientras viste su armadura, en forma de recuerdos empiezan a llegarle conocimientos de cosas no vividas. Ve un rostro de goblin, tan feo como todos, pero sabe que puede reconocerlo si se lo encuentra, y una breve pulsión, un instinto nuevo le lleva al Norte, y un susurro le dice “cerca” junto con palabras prohibidas que pueden desatar hechizos terribles.
El precio del Pacto es el conocimiento mismo, pero como dijo, pagaría cualquier precio.
Cualquier precio.