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Te llamaré Perdición.

AREN 3.

Las voces, susurros entre las sombras, condujeron al guerrero por los túneles:
Perdido en una niebla de sangre y de muerte, aún en sus oídos los gritos de los hombres rata abatidos por su espada, atravesaba puertas reventándolas, tomando sin vacilar su camino en las intersecciones sin luz, sus ojos, enaltecidos por la magia del Pacto podían ver en la absoluta oscuridad.
«Sálvanos … Vénganos…»
Los susurros de mezclaban, distintas voces a la vez con sus mensajes entrecruzados deslizándose en su mente.
Finalmente llegó a la puerta cerrada, trabada por dentro, madera maciza que había resistido los embates de los monstruos, pero que apenas fue barrera para el, como un ariete de asedio su puño forrado en gris acero golpeó una, dos, tres veces y la puerta estalló revelando …
… Los muertos.
El guerrero cayó de rodillas frente a los cadáveres de media docena de mineros, que se habían encerrado para huir del horror y de la muerte, para encontrar una muerte distinta en la sed y en el hambre.
«Tarde, tarde, tarde- pensaba el guerrero, derrotado – siempre tarde»
El fuego rojo se apagó en sus ojos, la espada ensangrentada olvidada en el suelo junto a él.
Un grito de pura furia estaba creciendo en su garganta, pero entonces los espíritus de los muertos se alzaron, gemas verdes brillantes sobre la oscuridad, como hojas iluminadas en el primer sol del verano.
«Redimidos» – dijeron, abrazándole – » Vengados. Libres».
«Gracias».
Los compañeros del guerrero llegaron a la cámara, el arquero, el mago, a tiempo de ver cómo el remolino verde le rodeaba y se lo llevaba, lejos.


El Guerrero, arrastrado por los jubilosos espíritus liberados de los muertos llegó con ellos a las Tierras de Sombra, la antesala que todo cuanto vivió ha de cruzar.
Allí, en el jardín en el que apareció bajo el encapotado cielo vió como los espíritus partían jubilosos hacia los cielos de sus dioses y, junto a él, la figura alta y sombría de una mujer vestida de oscuro, con el rostro velado por una fina malla negra, también los contemplaba partir.

– Tu – dijo Aren – te recuerdo. Aquel sueño. Hice un pacto contigo.
La mujer asintió levemente, sin apenas variar su postura.

– Me has traído aquí – dijo Aren – ¿Porqué ahora? Reina de los Muertos, del Frio, de los Secretos … Me has dado muchos juguetes, Mi Señora de los Cuervos, pero no lo que en realidad prometiste.

– No estás listo – dijo la mujer, en apenas un murmullo – Aún.
Junto a ellos se materializó un cuervo, y se desdobló hasta tomar la forma de un pequeño humanoide vestido como un diminuto mayordomo, con pequeñas alas de murciélago saliéndole de la espalda , una larga cola terminada en un espolón y pequeños cuernos asomandole en la frente.

– Mi señora – dijo el Imp, inclinándose brevemente – Lord Aren.

– Bastian – dijo la dama, con la más leve sonrisa – dime: observaste a Lord Aren como te pedí?

– Si mi señora.

– ¿Cual dirías que es su mayor fortaleza, en tu opinión?

– Su capacidad para odiar – contestó el Imp, ladeando la cabeza reflexivo – una furia fría, muy diferente a la de los bárbaros de la Horda, una rabia helada, cerebral, que transciende el miedo, el dolor y el cansancio, que solo busca causar el mayor daño de la forma más eficiente.
La mujer asintió, pensativa.

– ¿Y cual dirías que es su mayor debilidad?

– La inocencia – dijo el demonio, sin duda – lo arriesgará todo, sin reflexión ni remordimiento por salvar a quien merece la pena ser salvado. Cambiará su vida sin dudarlo por la de cualquier puro de corazón, pues su propia vida la tiene en poco: para derrotar a los monstruos sus propios actos le parecen monstruosos, y sin embargo no hay arrepentimiento, solo el pragmatismo de la necesidad.
La mujer río levemente antes esto, mientras el guerrero hacia un gesto de hastío refunfuñando para el.
-Bien Bastian – dijo la Dama- tu servicio con Lord Aren ha concluido. Retirate.
El pequeño imp se inclinó brevemente

– Mi señora – dijo – Lord Aren: inesperadamente para mi, deseo que nos volvamos a encontrar.
Con esto Bastian se transformó en cuervo y desapareció volando en la distancia.

– ¿Que significa todo esto? – dijo Aren. – Pensaba que Bastian estaba a mi servicio ¿Todo este tiempo su misión era vigilarme? No ha dicho nada más que tonterías. No me conoce.

– ¿No? – dijo la Dama, las manos a su espalda, paseando mientras inspeccionaba las flores del jardín, una rosas azules, grises y negras que olían cómo deben oler las cosas que olvidas sin querer.

– No – dijo Aren – Pero eso no importa ahora. Lo que importa es que hago aquí, porque me has traído, y porqué ahora.
La dama de volvió hacia el:

– Cierto – dijo – cierto. Los días se hacen cortos, los acontecimientos se aceleran. Tienes tanto que hacer. Y no estás listo. Es más, hay que desandar lo andado. Romper para curar.
Unas figuras sombrías, altas y esbeltas aparecieron junto al guerrero, media docena de sombras enmascaradas, armadas con espadas que pulsaban en luz violácea.

– Empecemos.


Parecieron pasar meses hasta que los maestros Shadar-Kai de Aren se dieron por satisfechos: en ese tiempo volvió a aprender los caminos del guerrero, sus disciplinas de brujo y empezó a entender lo que significaba ser un paladín de la Reina Cuervo.
Los Shadar-Kai le le hicieron a Aren un regalo adicional, otorgándole la Bendición de la Reina Cuervo propia de su gente con lo que reconocían de facto como uno de ellos.
Una mañana, si hay tal cosa en un reino en perpetuo y gris crepúsculo, los pasos de Aren en su camino a la sala de armas por el interior del gigantesco castillo de piedra negra le llevaron en cambio al jardín en el que había aparecido.
La Reina estaba allí, alta y silenciosa, vestida de gris y negro, el rostro cubierto por un velo traslucido que dejaba entrever sus rasgos fríos y perfectos.

– Estás listo – dijo la dama, a modo de saludo.

– ¿Listo para qué? – contestó el guerrero
La dama alzó una mano, y una puerta se alzó del suelo en la mitad del jardín, cerrada con gruesas cadenas que temblaban como si lo que había al otro lado intentase salir a toda costa.

– Estás listo – repitió la Dama – para empezar tu verdadero camino, pero aún no estás completo. Hay un hueco en tu alma, una ausencia en tu mano, un vacío en tu corazón. Debes encontrar la pieza que falta, la forma perfecta para dar respuesta a tus dudas y abrir el camino de tu rabia.
Las puertas se abrieron, rompiendo las cadenas, y Aren cayó en un remolino negro y púrpura.
– ¡Todas te hablarán – gritó la Reina – pero solo una lo hará en silencio!
El remolino llevó al guerrero a un campo de batalla desolado, una tierra rota y yerma bajo un cielo violáceo.
Hasta donde podía ver, árboles deshojados rodeados de esqueletos de diferentes especies, vestidos con retazos de armadura.
Junto a ellos, sobre ellos, clavadas en el suelo, sobre sus cuerpos o aferradas en sus manos engarfiadas, centenares de espadas, hojas negras de distintos tamaños y formas, todas diferentes, pero todas iguales en la negrura de su metal y en el leve brillo violáceo de sus filos.
«Aquí es donde llegan, al fin, los héroes …»
El viento parecía susurrar a su alrededor con muchas voces, hablando a la vez, apremiantes.
«Aquí comienza el camino de los héroes…»
«Construiremos un Imperio…»
«Nada podrá oponerse»
«Venganza sobre todo, sobre todos, hasta anegar el mundo!!»
Las espadas a su alrededor susurraban promesas de poder, de gloria, de matanzas sin fin, cada una intentando imponerse a la de al lado, con lo que la cabeza de Aren empezaba a dar vueltas, las espadas hablaban y reían, prometían y adulaban, todas a su alrededor …
Excepto una.
Una espada de larga y recta hoja, con empuñadura doble y guarda en cruz con una gema negra en el centro que parecía comerse la luz, se erguía clavada en el suelo, en relativa soledad a unos cuantos metros y parecía, si tal cosa esa posible, evaluarle en silencio.
Aren se acercó hasta ella tambaleante, mientras las voces aumentaban su cacofonía de maldiciones y amenazas, el asalto despiadado a su mente.
El guerrero posó la mano sobre el pomo de esa espada solitaria y se hizo el silencio.
Una corriente de reconocimiento mutuo cruzó como un relámpago de uno al otro. Asintiendo, el guerrero arrancó la espada del suelo y la alzó sobre su cabeza.
– Te llamaré Perdición – dijo Aren – pues eso eres: está por ver si la mía o la de otros.
Con un destello, envuelto de nuevo en fuego verde el guerrero desapareció del desolado campo de batalla y apareció en la gruta junto a sus sorprendidos camaradas, el mago y el arquero.

– Estoy completo – dijo. «Y estoy listo» pensó.

Y con esto, se desvaneció cayendo inconsciente al suelo de piedra.

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