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Akileo de Merendrak

Nací merení, en Merendrak, vástago menor de un orgulloso y noble linaje en el que la sangre de nuestros ancestros dragones corría fuerte, y fiera.

Mi madre nació con el don de la visión, pasado y futuro, otros mundos y otras vidas, todo mezclado en un confuso maremágnum, a menudo ella no sabía en qué mundo estaba o en qué tiempo: simplemente no estaba allí o hablaba con gente que nadie más podía ver. Mi nombre me lo puso ella, según dijo en un instante de lucidez en memoria de un héroe de otro mundo de mi misma semblanza y carácter.

Pronto fue evidente, como mi madre predijo, que la maldición de mi raza era especialmente fuerte en mí, a menudo caía en estallidos de cólera que desembocaban en episodios de violencia física. Con el fin de templar y dar uso a mi naturaleza, mi familia me entregó a temprana edad al templo de Meibel, el Sin Rostro, dios guerrero de la Entropía donde enseguida destaqué en las artes de la guerra, en especial el combate apoyado en el conocimiento mágico que los sacerdotes me enseñaron. Ascendí, paso a paso dentro de la jerarquía del Templo hasta que se me consideró preparado para abandonar la seguridad de los muros sagrados, del propio Imperio y servir en el mundo exterior.

Mi primera misión, la última, me vino de la mano del propio Rey: junto con otros tres miembros de mi linaje, por sendas de hechicería viajaríamos a las tierras malditas del Patriarcado donde recuperaríamos un antiguo códice robado de nuestras tierras hacía largo tiempo. Este manuscrito, escrito en la vieja lengua era anterior a la Llegada, los conocimientos en el guardados eran invaluables, y sólo recientemente nuestros espías, con un gran coste, habían determinado su localización exacta.

Cuando podíamos dar la misión por completada y estábamos en el camino de regreso fue traicionado por uno de mis parientes, herido y dejado atrás para morir. Los perros del Patriarcado me capturaron, me encarcelaron y torturaron, me cegaron con fuego y finalmente me arrojaron al mar desde lo alto de su torre, a una muerte cierta.

Mis últimos instantes fueron de furia, de asoladora devastación por ver que moriría sin poder devolver, uno por uno, cada golpe. Pero Meibel, indiferente por décadas a mis plegarias me escuchó esta vez y se presentó en mi mente para forjar un Pacto, en el cual yo ejercería de forma directa su voluntad en el mundo, y él me daría el poder para sobrevivir y, finalmente, vengarme, y si bien no me devolvió la vista, si me dio a cambio otra forma diferente de visión, una a la que pronto, y con ayuda, aprendí a sacar partido. El mar me acogió como un amigo y me dejó sin daño en las playas de Frondas, lejos de mi tierra, para que cumpliera la voluntad del dios, para que escribiera el siguiente capítulo de mi historia, un capítulo con nombre propio, Estela, que me acogió en su casa. A ella y a su hijo Tauro les debo mi vida y mi recuperación. Aún no sé por qué el Sin Rostro me dejó en esa costa en concreto, pero adivino que pronto su voluntad será revelada, mi dios no destaca por su paciencia. Mientras, entreno, aprendo y me preparo, una espada no lo es si no está afilada, un guerrero no lo es si pierde la voluntad de luchar y el propósito de hacerlo.

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