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La memoria de los días.

No pega con nada, en toda la casa.

El buró es grande, pesado, incómodo. Un monstruo enorme de madera oscura y desgastada , con arañazos y partes en las que ha perdido el barniz en ese límite impreciso entre lo viejo y lo antiguo. Mi padre me contó que cuando entró a trabajar en la sastrería cuando tenía el apenas catorce años ya estaba allí, uno entre muchos.

Entró de botones en aquel entonces y mientras aprendía el oficio de sastre, veía como sus jefes hacían las cuentas y llevaban el negocio sobre su oscura superficie.

El negocio les fue bien, un tiempo, unas cuarenta personas empleadas, varios oficios, multitud de clietnes. Y luego no. Cuando yo tenía, no se, puede que diez años, las cosas cambiaron.

Ya no podía sostenerse una sastrería que daba empleo a cuarenta personas. Simplemente, no había tanto trabajo, no quedaban tantos clientes dispuestos a pagar más por un producto artesano a medida que lo que costaba la nueva confección en tallas. Mi padre y el que fue su socio se quedaron el negocio. De los dos, mi padre se encargó entre otras cosas de llevar las cuentas, y se sentó durante treinta años a ese mismo buró para hacerlo, prácticamente a diario.

Las pocas veces que mi madre nos llevaba a visitar el negocio de mi padre inevitablemente ese mueble me llamaba la atención, con su persiana de madera que subía y bajaba, los pequeños compartimentos y cajones en los que estaban esos objetos desconocidos y fascinantes, los sellos, dedales, botones, rollos de hilo, libros de recibos, tarjetas de visita… Para mi, entonces, era pura magia, todo me parecía fascinante en el.

Mucho, mucho tiempo después, mi padre y su socio echaron cuentas y disolvieron la sociedad. En la partición que hicieron, mi padre se quedó con el buró, aunque no tenía entonces donde llevarlo.

Acababa yo de comprarme una casa, y la tenía casi vacía. Lo único que tenía era sitio y el viejo monstruo de madera oscura no encajaba en ninguna de las ideas que tenía en la cabeza para decorar mi casa. Y, sin embargo, le di asilo. Temporal, pensé.

Ahora, me siento ahí y escribo. De hecho, escribo esto que estás leyendo ahora. Escribo como hacía mi padre antes que yo. Y pienso que quizá llegue el día en que sólo mi memoria, nunca demasiado buena, y esta vetusta madera me hablaran de el, y de todo lo que significa para mi. Estoy ahí sentado, leyendo, escribiendo, intentando llevar mis maltratadas cuentas domesticas y pienso en los años y años en los que este buró formo parte de mi vida sin yo saberlo.

Hoy, para mi es un puente de madera y memoria, entre ese pasado y yo. Me recuerda que, aunque haya crisis, las hubo antes, y salimos de ellas, que no hace tanto la libertad era el sueño que no nos atrevíamos a tener. La vida cambia, las cosas llegan y se van. Otras, en cambio, se quedan, se convierten en testigos, en parte del paisaje de nuestra propia vida. Ahora yo custodio un fragmento de toda esa historia, de mi historia. Este trasto pesado, incómodo, oscuro y absolutamente pasado de moda es parte de lo que soy. Y seguirá conmigo hasta que aparezca alguien a quien pueda darlo, como quien da un tesoro, si aparece quien entienda lo que significa, o si aparece quien imagine en el secretos y tesoros ocultos.

Un comentario

  1. Me ha emocionado mucho. Imaginarme a tus queridos padres, el taller y todo lo que cuentas.
    Sin duda, yo también me habría quedado con ese escritorio para mi . Y pensaría que tal vez, solo tal vez, no es que el buró no pegue con el resto de la casa….sino que es el resto de la casa lo que no pega con el buró. 😜
    ¡Abrazos!

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