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Breves apuntes sobre el fin del mundo

Llegaron una tarde cualquiera en sus naves de nácar y plata, brillantes como lentejuelas de colores clavadas en el cielo de raso azul de una tarde a comienzos del verano, un poco fresca aún, luminosa.

Llegaron y nos juzgaron como dioses de la antigüedad, y nos encontraron indignos. Sin mediar una palabra con las autoridades competentes o no, con las fuerzas vivas, con los representantes electos y con los líderes espirituales o espirituosos, ejecutaron su sentencia, carente de piedad o compromiso, sobre el futuro que nos quedaba asesinándolo en su misma fuente, mientras los ejércitos del mundo les atacaban con todo sin conseguir abatir una sola de sus naves, sin arañar su pintura siquiera, sin conseguir más respuesta, más reacción que una condescendiente indiferencia.

Se quedaron, clavadas en el cielo tras asesinar nuestra especie, como mudos testigos de nuestros últimos días como dueños de la tierra, para guardar un registro de todo cuanto fuimos y de todo cuanto pudimos ser.

Fui de los últimos niños nacidos en la tierra, de la generación que disfrutó de los últimos pañales, los últimos peluches y juguetes … después los niños dejaron de llegar. Los ángeles se ocuparon de eso. De semblantes serenos, atemporales, y ojos infinitamente tristes, se ocuparon de cada hombre, mujer y niño de la tierra, según íbamos cayendo en la extraña desesperación de saber que éramos los últimos, que no habría más.

Ahora, hoy, cuando han pasado casi dos siglos desde entonces, camino por las calles vacías de nuestras ciudades muertas, perfectas, como impecables mausoleos de cristal y acero, de cemento y piedra, mantenidas así por nuestros celestiales verdugos, como un macabro y gigantesco museo del recuerdo de todo lo que perdimos. Lo tienen así para mi, pues soy el último de todos. Cuando yo falte, quizá lo destruyan. Quizá simplemente dejen que la tierra, con su voraz e implacable paciencia, vaya reclamando metro a metro cuanto es suyo.

Mientras me llega la muerte, que ya tarda gracias a los sabios cuidados de mis guardianes, tengo juguetes, cosas increíbles. El mundo entero y cuanto contiene es mi juguete ahora, pues soy el heredero de cuanto veo. Mis guardianes tienen sentimientos delicados, en raro equilibrio con su dedicación al deber, y a la ética que valoran con el fanatismo de un converso. Por eso no nos mataron como a cucarachas nada más llegar, que es lo que hubiéramos hecho nosotros de estar en su lugar. Por eso no permitieron que ninguno más viviera. Controlaron la plaga que asolaba al mundo, que agotaba sus recursos, que extinguía sus delicados ecosistemas uno por uno. Y luego nos cogieron de la mano, mirándonos a los ojos, sintiendo el peso de la ausencia a la que nos condenaban a todos, la desaparición de todo cuanto quedaba por hacer.

Los ángeles llegaron puntuales a nuestra cita en el Apocalipsis, e hicieron sonar sus trompetas todas a la vez, como una demencial banda de música celebrando el final de los tiempos. De nuestros tiempos al menos porque la vida, nos dijeron, seguiría sin nosotros. Mejor. Más variada. Más fuerte, salvaje y hermosa. Y, sin nosotros, con una posibilidad de prosperar, de arraigar en el aún fértil suelo del planeta.

Miraron el mundo desde arriba, desde sus naves de nácar y plata, como delicadas lentejuelas que vestían de reflejos brillantes la quietud de la tarde. Y miraron el mundo que, para nuestra condena, habíamos construido: parte egoísmo, parte crueldad, parte indiferencia. Este fue el coctel de moda en nuestro juicio final: cuanto hicimos en nuestra historia como especie desde el primer mono que levantó un palo y se convirtió al hacerlo en soberano del mundo, fue en nuestro propio interés, pasando por encima de todo y de todos los que se pusieran por medio. No miramos las consecuencias, y cuando estas nos saltaron a la cara, demasiado apremiantes para simplemente ignorarlas, decidimos mirar hacia otro lado y seguir como estábamos. Los siete pecados capitales se nos quedaron pequeños al fin. Elaboramos uno nuevo, y tratamos a nuestros semejantes como si fueran cosas, objetos inanimados incapaces de dolor y sufrimiento.

Los ángeles lloraron, en sus naves de nácar amargas lágrimas saladas viendo cuanto hacíamos. Venían, como otras veces, para observar nuestros avances, quizá ayudar un poco, quizá aconsejar un poco. Pero lo que encontraron esta vez les obligó a tomar medidas extremas, pues andábamos coqueteando ya con el punto de no retorno, como extasiados ante la idea de crear nuestro propio Apocalipsis, uno esta vez que se llevase con nosotros como regalo funerario el propio mundo, con cada pez, pájaro y animal, con cada planta, árbol y flor existentes, en una pira final que no dejaría más que polvo y cenizas como recuerdo de nuestro paso.

Trazaron una línea de lo que podía tolerarse y lo que no. De lo que podía curarse, y lo que no. Decidieron que éramos incapaces de aprender. Incapaces de entender. Como bacterias, invadíamos, agotábamos y finalmente matábamos el cuerpo anfitrión que nos sustentaba. Como langostas, a la especie sólo le quedaba saltar a un planeta distinto y empezar otra vez el ciclo de muerte.

Dijeron basta.

Hablaron a la gente, en sus cabezas, en sus sueños, con voces llevadas por extraños vientos que no contenían palabra alguna. Dijeron que lo sentían. Que les entristecía muchísimo. Que hubieran preferido cualquier otra cosa, de haber sido posible. Que ojala no hubiesen vuelto. Asumían nuestro fallo como propio, pues nos tenían como hijos. Pero el experimento había fracasado, y debía terminar.

Yo tenía un amigo. Lo tuve por lentos y largos años, mientras veíamos el mundo como un puzzle al que le van quitando piezas, una a una, hasta que solo quedan unas pocas en el devastado centro, tan pocas que a duras penas se imagina que imagen fue la que originalmente se veía. Las propias piezas, parte de un todo más grande que se ha vuelto algo fragmentado, minúsculo, no pueden por menos que sentirse, aun siendo cuanto eran, de alguna forma menos de cuanto fueron.

Me despierto en las blancas, inmaculadas estancias de la última casa del Hombre, y recuerdo. Recuerdo la historia de nuestros días finales. ¿Cuánto se perdió? ¿Cuánto queda, aun, agarrado a duras penas en las estancias vacías, esperando despertar un eco en la memoria? 

Nunca fuimos ángeles. Nunca fuimos inocentes. Desde el primero de nuestros días, ascendidos a la inteligencia por algún azar cósmico, por intervención angélica, o como muestra del retorcido sentido del humor de dioses olvidados, el mono asesino y predador vive agazapado en las vueltas y revueltas de nuestra mente, en cada uno de nosotros.

No, nunca fuimos ángeles, no caímos desde cielo alguno. Pero si que se nos dio un paraíso, o al menos la oportunidad de crearlo. Quiero pensar que, de haber tenido más tiempo, más oportunidades, hubiéramos acabado construyendo esa utopía con la que soñaron los mejores de entre nosotros.

Podría haber pasado todo de forma distinta si la gente hubiera tomado decisiones diferentes, si hubieran decidido mirar por el conjunto de la humanidad, si se hubiesen visto como parte del sueño de nuestra propia grandeza. No fue así. Rara vez lo es. Abocados a la lucha por sobrevivir, es extraño que cualquiera buscara un fin más elevado y distinto que la búsqueda de la siguiente comida, y aquellos de entre nosotros que no tenían porque temer por su supervivencia, defendían férreamente el “derecho” a tener más, a ser más que los demás, con todos los argumentos posibles y, si estos fallaban, con todas las armas posibles.

Así difícilmente íbamos a construir un mundo mejor. O, simplemente, a mantener el mundo que teníamos en condiciones razonables de supervivencia.

Cuando llegaron, cuando nos quitaron la capacidad de reproducirnos, cuando esterilizaron desde el cielo a cada hombre y mujer de la tierra, el mundo como lo conocíamos se colapsó. Al principio parecía que todo seguiría igual. Pero la presencia estática, omnipresente de las lejanas esferas de nácar irisado clavadas en el cielo eran el mudo recordatorio de que vivíamos un tiempo prestado, todos nosotros. Éramos más de seis mil millones, entonces, llenos del orgullo de nuestros logros, cegados por nuestra propia evolución. Nuestros líderes miraban hacia arriba, a nuestros verdugos de mirada triste, confiados en nuestra capacidad de darle la vuelta a nuestra desgracia. “Hemos salido de peores” decían. “La humanidad ha afrontado horas más negras”. Los científicos se alinearon en un frente unido, los países olvidaron sus rencillas. El mundo se unió, al fin. Tarde. Era tarde desde el día en que llegaron y llenaron el cielo. Tarde para nuestros hijos.

No podíamos concebir. No había bebés. Las industrias y comercios, las profesiones dedicadas al cuidado y formación de los bebes desapareció. Luego les tocó a las de los niños, incluyendo colegios, jugueteros, especialistas médicos … fui llegando al final de cada etapa, por ser de los últimos nacidos, y podía ver, aunque aún no la entendía, la mirada perdida de los cuidadores asignados a  mi y a mis compañeros de clase. Nos miraban y se preguntaban que harían con sus vidas al año siguiente. Se preguntaban que harían con toda la vida que les quedaba, con los largos años por venir. 

La gente que moría no tenía reemplazo. 

La gente se unió en la lucha por el futuro que nos era negado, como nunca antes, pero todo era inútil.

En las ciudades pusieron contadores del número de los vivos, de los que quedaban. Las autoridades, a cada día que pasaba con menos autoridad, intentaron evitarlo porque “fomentaba el derrotismo”, pero la gente quería saber cuantos quedaban, como de cerca estaba el fin. De pronto, cada vida individual contaba. Todos éramos parte, una parte importante, vital, de ese número. Cada vida no era ya una más, no éramos ya desconocidos. Cada pérdida nos hacía menos, nos disminuía, nos acercaba al fin.

Hubo suicidios. Mujeres para las que convertirse en madres lo era todo, hombres que temían la soledad de ser los últimos que quedaran, gente que habían perdido sus vocaciones, los trabajos, las realidades que habían dado sentido a sus vidas. Hubo gente que, simplemente, se volvió loca, al saber que había más seres fuera de nuestro mundo, más sabios, más viejos, más poderosos. Ya no éramos el mono con el palo más grande. Los ángeles bajaron de sus naves a cientos, a miles, por todo el mundo, asistidos por sus golems de metal dorado, fabricando casas para los que las habían perdido, lugares para los que ya no tenían trabajo, o ganas de buscarlo. Cultivaron los campos abandonados, ayudaron a los que habían perdido la esperanza, intentaron ayudarnos a aceptar el destino que nos habían impuesto. Nos cuidaron, como enfermeras, como criados. Pero nunca cedieron ni a las amenazas ni a las súplicas. 

El número de humanos seguía bajando y, en un momento dado, llegó a la mitad de lo que era cuando llegaron los ángeles. Tres mil millones, vida arriba, vida abajo. En ese día, ya nadie era pobre. Nadie que no quería hacerlo trabajaba. Los ángeles, como el Imperio Romano a sus ciudadanos, proveía de comida y entretenimiento a todos. Los golems dorados cultivaban los campos que habían sido abandonados, las industrias vacías. Los centros de salud en todo el mundo cuidaban de la gente. Las naves en el cielo prevenían las guerras, los actos masivos de violencia de un grupo contra otro, de un país contra otro. El mundo era una fiesta eterna. No parecía tener sentido trabajar, estudiar, prepararse para el futuro. ¿Para que futuro? ¿con que fin? Hubo quienes siguieron peleando hasta el final de sus días, escondidos en remotos refugios de las montañas. Hubo quien siguió estudiando la forma de revertir lo que nos habían hecho. Buscaban una cura, o la venganza, mas no obtuvieron ninguna de ambas.

Mientras la cuenta de los vivos bajaba, los ángeles cuidaban a los individuos como si cada uno de ellos fuera un espécimen precioso, raro y frágil. Era muy difícil odiarles, amables, hermosos, gentiles y pacientes como eran. Su tecnología, tan avanzada con respecto a la nuestra que parecía magia, alargaba la vida, la hacía más fácil y cómoda. Para muchos, para los parias, los desheredados, la llegada de las naves nacaradas fue una bendición. La esperanza de vida se había elevado hasta los doscientos años, para toda la población del planeta.

Mi amigo Saúl cumplió los ciento noventa. No pasó de ahí. Llevo, desde entonces, diez años solo. Me acerco a esa cifra de doscientos años, que parece propia de patriarca bíblico. Diez años de acompañada soledad, pues mis días transcurren plácidos bajo la atenta mirada de mis guardianes. Soy el último.

En sus últimos días, Saúl preguntaba a los ángeles sobre la muerte, sintiendo cercano el fin. Ellos contestaban como podían, partiendo de un lenguaje distinto, una historia diferente. Ellos hablaban de “volver” y de “fluir”, mientras nosotros hablamos de “irnos” y desaparecer. Especialmente en esto eran extraños, sus creencias y valores nos eran ajenos. Al intentar explicarse, inevitablemente caían en metáforas de agua, al parecer su elemento nativo: “Imagina el mar. Ahora, imagina una gota de agua de ese mar. ¿Es la gota el mar?, en su naturaleza, ¿en que es distinta la gota del mar? Somos uno, y lo mismo. Contenemos el universo. Lo resumimos, lo ejemplificamos, lo expresamos en una manera única, irrepetible. Y al final, volvemos a el, como una nota en una sinfonía, a la vez individual que parte de algo más grande.”.

Saúl les escuchaba, sonriendo. No entendía nada, pero le gustaba el sonido de sus voces.

En el pequeño jardín todo está como lo dejó, como lo dejamos, hace diez años. En la pista de arena, dorada a la luz de las primeras horas de la mañana, la pequeña bola negra estaba más o menos en el centro y, muy cerca, la bola roja que lanzó Saúl. La última por su lado. Cuando salió de su mano ambos sabíamos que era un tiro perfecto. No defraudó, cuando cayó y rodó por la arena irregular, golpeando, pesada, una de mis bolas azules, la bola roja se situó la más cercana a la negra. Eso le hacía ganador del juego, a menos que mi siguiente tiro, el último, le desbancara de esa posición. Jubiloso, Saúl se volvió sonriente, con los brazos en alto en señal de inminente victoria. Yo llevaba recibiendo paliza tras paliza toda la mañana, así que estaba algo menos que feliz. Pero se me olvidó en cuanto vi la cara de Saúl ponerse pálida de repente, con expresión de sorpresa. Se llevó las manos al pecho y cayó de rodillas. Los ángeles acudieron raudos, le rodearon y se lo llevaron a sus milagrosas máquinas, pero era tarde.

Les pedí que le enterraran en el jardín, cerca de la pista. Era nuestro rincón preferido del mundo entero. Una solitaria roca marca el lugar. Saúl era un tipo curioso, muy de los tiempos en los que nos había tocado vivir, no demasiado religioso, porque no nos quedaban muchas cosas en las que creer. A la hora de hablar de lo que queríamos que hicieran con nuestros restos, un tema más recurrente de lo que cabría pensarse, no estaba a favor ni de la incineración ni de la atomización. En esto era clásico. Quería pudrirse a la antigua, quería un agujero en la tierra, y una roca encima con su nombre. Así lo dispuse. Desnudo, con apenas una sábana de lino cubriéndole, en un hoyo de apenas un metro. Sobre el montón de tierra apisonada, una roca de buen tamaño, plana por un lado, donde pedí que grabaran su nombre. 

Era curioso que, al final, hubiésemos sido los últimos, siendo como éramos amigos desde que éramos niños. Antes de Saul, murieron Laura, Miguel, María y Ana, el año anterior. Pasaban todos de doscientos, y Laura era de hecho, el ser humano vivo más viejo del que había registro, con doscientos veintitrés años. Pena que no quedara quien lo registrara en el Guinness. Los enterramos a todos, uno tras otro. Los ángeles estaban allí, con sus miradas tristes, mientras los golems de piel metálica y dorada hacían el trabajo de cavar y llenar. El nombre de ángeles se lo puso Saúl, mi amigo el ateo. Una especie de broma. En un mundo sin dios, ni dioses, los ángeles nos juzgaban. ¿Cómo mejor llamarles? Eran criaturas hermosas, asexuadas, atemporales, de rostros severos y ojos apenados. Nos trajeron el Apocalipsis, aunque se olvidaron las trompetas. 

Cada vez me cuesta más levantarme, pese al elixir casi mágico con el que me atiborran después de cada comida, pese a los continuos chequeos y cuidados. Hay algo dentro que está cansado. Me lo noto. Cansado del mismo hecho de respirar, revelándose contra los años de más que mis cuidadores me han dado.

Hace tiempo que no voy a nuestro jardín. Creo que lo he dejado para el final. Me he ido despidiendo del mundo del Hombre, de lo mejor y lo peor en estos diez años. He nadado con delfines, he visto los bosques reverdecidos, las grandes manadas cruzando ciudades vacías, los mares llenos, los cielos limpios, la tierra sanando. He andado por nuestras ciudades, vacías, calladas, aún puntualmente luminosas cuando cae el sol, en éxtasis de luz artificial. He visto las grabaciones que más me gustaron, he vuelto a oír los conciertos, a leer los libros, a declamar la poesía en anfiteatros inevitablemente solitarios al resplandor de las hogueras. He revisado una parte de lo mejor de lo que fuimos, los hijos de nuestros sueños, las historias que dejamos atrás.

Y sólo puedo pensar en cuanto me queda aún por saber, por comprender, cuanto me falta. En eso, y en lo poco que parece importar.

Ya me he despedido de todo cuanto importa, he caminado por las viejas ruinas de nuestro pasado. Ahora es mío todo cuanto fuimos. Soy el heredero moribundo de una especie extinta a efectos prácticos. Me martirizo pensando en todo lo que no se. Idiomas, por ejemplo. ¿Cuántas lenguas han desaparecido?. Sin contar con otras cosas que parecían muy importantes. ¿Cuántas religiones había?¿Y países? Ahora el mundo no tiene fronteras, ni dioses que velen por el. Cuando llegó el Apocalipsis no vi que el cielo se abriera para reclamar a los fieles, a los santos, a los justos. Ningún dios apareció para proteger sus dogmas, sus verdades, sus misterios. ¿Y las banderas, y los himnos, y los uniformes? 

Ya no hay más países, solo estoy yo.

Los ángeles me llevan donde les pido, en sus naves nacaradas. Sobrevuelo ciudades, calles y plazas. Veo las letras de los nombres de estas, los símbolos. A menudo, no entiendo nada, y me avergüenzo. Soy un extranjero en mi propia tierra. Me dan ganas de arrodillarme en el suelo de cualquier ciudad, de enterrar la cara en el polvo y pedir perdón a las voces que se han ido “perdonadme, no os comprendo, no os conocí, no puedo lloraros”

No os conocí.

No me importabais.

Y ahora es tarde, para tender mi mano y coger esa otra que nunca me fue negada, para mirar al desconocido que quizá era como yo.

Ahora, todo cuanto parece que importa es la esfera azul en mi mano, la bola que se quedó sin lanzar en mi inacabado juego con Saúl. La vida, toda vida es, de forma inequívocamente obvia, una experiencia personal. No es medible ni cuestionable fuera de sí misma. En mis momentos finales, pues presiento la muerte rondarme por fin, no tengo un epílogo para mí, ni para todos, ni unas palabras certeras con las que cerrar, resumir cuanto fuimos, cuanto pudimos ser. 

Solo tengo mi partida inacabada, la nostalgia por la presencia de mi amigo junto a mí, las cosas que se quedaron a medias cuando murió.

Miro esa bola azul, y no se si debo terminar la partida, como un gesto a los dioses impasibles que nos dieron la espalda, o dejarla simplemente así, como lo hemos ido dejando todo según nos fue sorprendiendo la muerte.

Un comentario

  1. Me ha gustado. Me ha gustado muchísimo. Cada párrafo daría para un encendido debate.

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