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Una posada en las Tierras Quebradas

En la taberna en penumbra, prácticamente vacía salvo por un borracho inconsciente y el aburrido propietario y cantinero que porta en su delantal restos delatadores del menú del día, un delantal que podría servir de carta a un ojo entrenado, una amplia y variopinta colección de moscas revolotean con perezosa elegancia esquivando los rayos de sol que hieren la penumbra reinante, filtrándose por las rendijas que se han abierto, tras años de abandono, entre las tejas del techo.

Repararlo hubiera sido una prioridad si se esperase lluvia, pero hacía más de una década desde la última llovizna, que fue tan breve como inesperada. El tabernero tenía cosas mejores que hacer, como por ejemplo poner nombre a las ya mentadas moscas y ordenarlas mentalmente por tamaño y animosidad.

Fuera, el calor acumula polvo, bichos, perros escuálidos y basura. 

En el silencio solo roto por el viento suenan, de repente, pesados unos pasos.

Sólidos, lentos, acompañados de un tintineo metálico.

Las puertas batientes de la taberna se abren y una figura de buen tamaño las atraviesa precedido por un olor a hierro y a sangre: un hombre alto, ancho de hombros, de piel oscura, enfundado en una sólida armadura de metal negro de intrincada filigrana con una enorme espada curvada a la espalda, a la que apenas le falta un palmo para dejar un surco en el suelo tras de sí.

El Guerrero se dirige a la mesa de la esquina en penumbra, y allí se sienta dejando la espada apoyada en la pared mientras con un gesto llama al posadero que se apresura a atenderle, llevándole una jarra de cerveza tibia, calidad incierta y apariencia equívoca que el otro, sin quitarse el yelmo que le cubre el rostro hasta la boca apura a grandes tragos.

El posadero vuela a por otra jarra, y esta vez la acompaña de un generoso cuenco de asado que, sorprendentemente, tiene un aspecto excelente: el tipo se enorgullece de su cocina, y le da el tiempo y el cuidado necesario a cada cosa que prepara y si bien su taberna no es gran cosa, su cocina si lo es y en tiempos mejores La Encrucijada era un lugar señalado de parada en las rutas comerciales que pasaban cerca.

Los minutos pasan marcados por el metódico masticar y tragar del Guerrero, puntuados con ocasionales murmullos de aprobación y satisfacción; hasta tres jarras más acompañadas de sus cuencos acaban llegando a su mesa. El posadero conoce la rutina, cada pocas semanas el Guerrero se deja caer por su taberna venido de los vientos sabrán donde, a veces come solo, a veces con extraña compañía. Pero paga bien, generosamente bien, así que el posadero no molesta, ni pregunta.

Las puertas vuelven a abrirse y otro habitual las cruza, un hombre con ligero sobrepeso, de aspecto regio, mirada altiva y ricos ropajes que no desentonaría en la corte de cualquier rey, de hecho, en ningún trono. Lleva un cetro en la mano, de aspecto pesado con inscripciones en alguna lengua ignota. El Mercader mira alrededor y con un gesto aburrido se sienta a la mesa del Guerrero, que le saluda con la cabeza mientras traga una porción especialmente abundante de su asado con aparente esfuerzo.

El mercader hace un gesto al posadero y cuando este hace, presuroso el amago de coger una de las jarras que tiene preparadas, abre mucho los ojos en un gesto casi cómico de alarma. El posadero asiente, avergonzado y, rebuscando entre los estantes tras la barra, saca una polvorienta botella de vino azul del otro lado del polvo y la ceniza que no recuerda poseer, fresca en su mano por virtud de algún encantamiento.

Cogiendo una copa alta de cristal y plata lleva ambas, botella y copa, a la mesa, alejándose de espaldas entre reverencias. Tras dejar el pesado cetro sobre la mesa y dar un largo primer trago, mientras el Guerrero le contempla con sorna tras su yelmo cerrado dejando a la vista tan solo la boca y la mandíbula, el Mercader carraspea y, enarcando una ceja, pregunta:

-“¿Seguimos esperando, hermano? – dice – Mientras lo hacemos, ¿Qué me cuentas de tu nuevo chico, el ciego?”

-“Te has enterado – dijo el Guerrero, con voz cavernosa – No sé cómo lo haces.”

El Mercader sonrió.

-“No es lo que hago, como bien sabes – dijo – Es lo que soy”.

Cuando el guerrero va a responder las puerta se abren por tercera vez y una mujer velada, vestida por completo de azul las cruza y con paso leve se acerca a la mesa de los otros dos, que la reciben con una franca sonrisa por parte del Guerrero y una especie de mueca por la del Mercader. Parece la Sacerdotisa de un dios largamente muerto, que sigue velando y observando los rituales en honor a una ausencia infinita, sin nada que querer o esperar.

Al verla, al contemplar su caminar pausado y el lento ondular de sus ropajes el posadero recuerda a su mujer y a sus hijos a los que se llevó una peste hacía ya más de una década: sin nada más que hacer en lo que ocupar el tiempo de su vida abría cada día la posada que iba a ser de Jhonah y de Kolne, el fuerte y bueno Jhonah, el listo y alegre Kolne, este lugar ahora gobernado por las moscas que entonces con su sola presencia se llenaba de luz. Ahora, sólo apilaba las horas unas sobre otras esperando una muerte que no llegó cuando debió.

Una furtiva lágrima cae, inadvertida en la copa que entrega a la Sacerdotisa. Esta con un leve asentimiento con la cabeza le indica que proceda y el hombre, taciturno, con un inesperado peso en el corazón le sirve del fresco vino azul que cae como un torrente sobre el diminuto lago que la lágrima del posadero había formado en el fondo de la copa.

La Sacerdotisa, retira el velo revelando un rostro ovalado y pálido en el que solo destacan sus ojos, azules y fríos como el corazón del invierno y da un largo trago tras lo que suspira satisfecha. Mientras el posadero se aleja con pasos pesados la Sacerdotisa pregunta con la más sutil de las sonrisas:

-“¿Qué me he perdido?”

-“Hablamos de su nuevo chico – dice el Mercader, señalando al Guerrero – Ya sabes, el ciego”

-“Oh, si – responde la Sacerdotisa con una mueca – No es de los míos. Nunca lo fue. Dudo que alguna vez lo sea, hay mucho dragón en esa mezcla.

-Algunas mezclas son mejores que las cosas de las que vienen – dice el Mercader, sonriente – Quizá sea de los míos, ¿eh? Quien sabe, quien sabe… Adivina maneras, Tiene hambre, ambición más allá del rencor. Con la guía adecuada…-

-Cuidado, hermano – dice el Guerrero, en voz baja mientras su mano se mueve levemente hacia la empuñadura de su masiva espada. Al Mercader le cae resbalando una gota de sudor desde la sien a la mandíbula, mientras fuerza una risotada. 

– No te preocupes, hermano – dice – No voy a arrebatarte tu juguete. En todo caso, al final ellos eligen, ¿no?, al fin y al cabo, ese es el Pacto, ¿verdad?

-Ese es el Pacto – dice la Sacerdotisa, poniendo una mano ligera sobre la del Guerrero, el cual parece tranquilizarse a su contacto– Cuéntanos, hermano, ¿Cómo conociste a este… espécimen? ¿por qué lo elegiste, cuál es la historia?”

El Guerrero ladea la cabeza como poniendo en orden sus ideas, decidiendo que contar, que no contar, cómo contarlo y en qué orden: al fin y al cabo, cada conversación es una batalla y en su misma naturaleza está el buscar la ventaja, la brecha, saber cuándo atacar, cuando defender, que posiciones rendir y cuales arrasar para al final alzarse con la victoria a cualquier coste. Especialmente con sus hermanos, cada conversación es una batalla en la que alguien pierde, alguien gana, no siempre lo que esperaba perder o ganar.

Ordenó por tanto sus pensamientos y empezó a narrar, con voz grave y monocorde:

-“Eran cuatro, cuatro dragones del mismo linaje, de sangre fuerte, juramentados bajo la voluntad del Rey: el Feroz, el Valiente, el Rápido y el Astuto. Viajaron por sendas secretas de vieja hechicería hasta las tierras de sus enemigos en busca de una reliquia robada, hasta una alta torre junto a un acantilado, abajo el mar rugiente.

Por su juramento debían recuperar lo robado y volver con ello, o no volver. Los defensores de la torre eran temibles, y el más Fiero cayó para abrir el camino, el Rápido tomó el tesoro buscado y huyó con él mientras los que dos quedaban le cubrían con sus cuerpos.

Así el Astuto y el Valiente retrocedían lentamente, combatiendo como la temible pareja de guerreros que eran, sin igual en ese día, consiguiendo frenar a los perseguidores y comprar el preciado tiempo para su compañero al precio de la sangre de sus vidas que se les escapaba por mil cortes. Pero en un momento dado, el Astuto vio la oportunidad de ejecutar el plan que llevaba tiempo desarrollando en las largas horas de la noche que preceden al sueño y, con el rápido movimiento de una serpiente al atacar hundió su delgada espada en la pierna del Valiente tras lo cual entre risotadas se apresuró a huir, dejando al Valiente solo entre sus enemigos, maldiciéndole en tres lenguas distintas.

Superado en número, en armas y en hechicería el Valiente fue capturado, interrogado, torturado, cegado con fuego y finalmente arrojado al mar que rompía contra las rocas desde lo alto de la torre, sin que traicionase su misión, su propósito, a sus compañeros o a su Rey.

Con el honor intacto y el cuerpo destrozado, sus momentos finales estaban llenos de furia blanca, primaria. Su espíritu era simplemente ingobernable y, mientras caía hacia la certera muerte, en ese largo instante, su único lamento era no poder llevar el fuego de la venganza a sus enemigos, incluyendo, especialmente, aquellos de entre su propio linaje.

Esa llama fue lo que me hizo fijarme en él, así que hicimos un Pacto: él llevará mi estandarte, mi palabra y mi voluntad. Y yo le di fortaleza, le protegí del fuego que le cegó, le di el mar como su dominio, le hice aún más hábil de lo que ya era y, sobre todo, le di una nueva forma de ver sin los ojos que perdió”.

-“ ¿ Y por qué – dice el Mercader – no le devolviste simplemente los ojos? Eso está entre tus capacidades … –

El Guerrero sonrió con una mueca torcida, de alguna forma sanguinaria.

-“¿Y qué diversión habría en ello? – dice – Además, para mis planes para él, ahora es exactamente como debe ser, lo que en un escenario es una ventaja, en otro puede llevarte a la muerte…”

La conversación fluye, se retuerce, se estanca, se libera, continúa llegando a otras orillas y otras costas. Y como una conversación es como una batalla, alguien gana, alguien pierde. Al final se van por caminos separados sobre el polvo. Un largo rato después de que el posadero se vaya a sus quehaceres en otra parte, el borracho levanta la cabeza, con la mirada alerta como la de un halcón en picado.

-“Akileo de Merendrak … Akileo – murmura – ¿Dónde he oído antes ese nombre?

El tipo abandona la posada caminando con el paso elástico y descuidado de un felino satisfecho después de una opípara comilona. En las monedas que ha dejado sobre la mesa para pagar generosamente su cuenta aparece en una cara una balanza, en la otra la silueta de una ciudad dorada.

Un comentario

  1. ¿Cuantas horas hasta llegar a este personaje? Muchas. Esta historia es sólo la punta del Iceberg.

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