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Un trabajo de mierda.

El muchacho dudaba, parado a un paso del portal entre los mundos que resplandecía con una suave luz rosada, opaca, impidiéndole ver lo que había al otro lado. La luz pulsaba lentamente como un corazón que latiera despacio, invitadora, cálida.

El Escaramujo Supremo en su mano, un cetro con forma de sonajero de pesada madera zumbaba también suavemente como respondiendo a la luz del portal. Era la llave de los mundos, un objeto de poder único que le había entregado el Hechicero Sumo de Longaria, Rottertown, un afable anciano de larga barba blanca, gafas con montura dorada sobre la ganchuda nariz y una absurda túnica medieval azul bordada con estrellas, soles y lunas doradas. El Escaramujo Supremo también era un arma, la única capaz de enfrentarse al Guardián del Portal, el temible Roehuesos, el troll, que custodiaba el acceso a la desamparada Dama Durmiente.

Aún así, aunque había visto con sus propios ojos el poder del cetro al abrir el portal en las ruinas de la vieja abadía, no por eso le costaba menos aceptarlo. No en vano era un hijo de su mundo y de su tiempo: el planeta, Terra, el siglo, el XX.

Por eso dudaba en aceptar su destino y atravesar el portal. Apenas cumplidos los diecisiete, aún tenía imaginación para creer en los cuentos. Pero de eso a formar parte de uno había una distancia que no se veía capaz de salvar.

-No dudes, joven Tim – dijo el hechicero Rottertown con su voz grave y cálida, frunciendo sus pobladas cejas blancas, vigilando con su mirada de halcón el sol en el límite del horizonte. Cuando se escondiera del todo, el portal se cerraría.

-¡No dudes, joven Tim! – repitió con entusiasmo el buttlerskin, un cruce entre un papagayo y un mandril, básicamente un colorido mono con pico y alas de pájaro, que en este momento se movían a tal velocidad que eran apenas un borrón, manteniéndole en el aire como a un colibrí. El pico grande, amarillo, de especto ominoso, no ayudaba a inspirar confianza, pero en los pocos días en que Timothy había conocido a la extraña pareja, había aprendido a apreciar el raro humor del extraño animal.

-Tengo… miedo, Rottertown – dijo Timothy – ¿y si no venzo al Guardián? ¿y si no puedo despertar a la Dama? ¿y si la despierto y no la gusto?

-Eres el Elegido – dijo Rottertown, severamente – Has podido empuñar el Escaramujo Supremo, un artefacto único de poderes increíbles. Está escrito que aquel que porte el Escaramujo vencerá al Guardián. Un solo beso despertara a la Dama en lo alto de la torre, y como parte de su maldición, amará sin remedio a quien la despierte. – El mago movió la cabeza, apesadumbrado – No puedo cambiar eso. Sólo puedo intentar que aquel al que ame sea digno de su amor, el de la mujer más hermosa que ha visto la historia, y digno asimismo de la corona de Longaria, el más hermoso de los reinos.

-¡Lo conseguirás, joven Tim! – grazno el buttlerskin – ¡Eres el elegido!

Timothy miró al frente, al portal de luz aureorosada, y tomó una decisión en su corazón. Irguió la espalda, cuadró los hombros y dio un decidido paso al frente, sopesando el zumbante Escaramujo Supremo como si fuese una maza.

Y entró en la luz.

El hechicero Rottertown y el buttlerskin volador se quedaron fuera. Con aire pragmático, el buttlerskin sacó un reloj de bolsillo de alguna parte, y consultó la brillante esfera, con una ceja enarcada. Rottertown se cruzó de brazos y miró el sol poniente, cada vez más cerca de desaparecer sobre la línea del horizonte.

Y esperaron.

No tuvieron que esperar mucho: un pie cortado, aparentemente de un mordisco, aún con su zapatilla de deporte y el calcetín correspondiente, junto con un buen cacho de pantorrilla de la que asomaba, solitario, un trozo blanco de hueso, salió despedida por el portal y cayó, después de unos cuantos rebotes, junto a ambos. El hechicero y el mono volador se miraron. Del pie arrancado empezó a manar sangre, hasta formar un pequeño charco.

-Diecisiete segundos. – dijo el buttlerskin, con una sonrisa en la voz, tras lo que extendió hacia el mago su mano mugrienta.

-Mierda … – el mago suspiró y, rebuscando en su túnica sacó una pequeña bolsa, de la que extrajo una moneda de oro, que el mono volador cogió con ansiedad y, tras morderla para ver si era auténtica, guardó en algún lugar.

El mago sacó un cigarrillo de entre los pliegues de la túnica, encendiéndolo con un destello que salió de su largo y nudoso dedo índice.

-Cada vez nos duran menos – dijo el anciano, mientras exhalaba el humo – ¿Cuántos Elegidos llevamos en lo que va de mes? ¿doce, trece?

-Catorce según mi cuenta – dijo el buttlerskin, cogiendo el pie del suelo y mordisqueándolo descuidadamente, algo que el magus miró con desagrado pero no impidió. – ¿Cómo vamos de Escaramujos Supremos?

-Bien, bien – contestó el magus, distraído, mirando la brasa de su cigarrillo – tengo un saco lleno en el maletero del coche, y siempre puedo hacer más.

Con un último destello, el portal aureorosado desapareció junto con el sol.

-Decididamente, dar de comer al troll de la Princesa es un trabajo de mierda – dijo el anciano hechicero, iniciando el camino de vuelta hasta su coche – ¿no podía tener un gato de mascota, como todo el mundo?.

-Pues yo le encuentro sus alicientes – dijo el buttlerskin, terminando de zamparse el pie.

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